Por: Gabriel Kessler y Gabriel Vommaro
La polarización ideológica con componentes afectivos, el descontento generalizado y la polarización en torno de un líder emergente están marcando la política latinoamericana, cuyos electorados, al igual que en otras latitudes, se muestran crecientemente volátiles e insatisfechos.
Tras un ciclo económico ascendente en el que los indicadores sociales mejoraron en casi toda la región, América Latina vive un periodo de creciente descontento y conflicto social y político. El descontento tiene fuentes diversas, que van desde el alza de los precios de la canasta básica y la energía hasta los problemas de inseguridad y corrupción, pasando por el aumento de impuestos y la acumulación de deficiencias en los servicios públicos. Entre 2003 y 2010, los indicadores sociales y distributivos mejoraron en toda la región, para luego estancarse hasta 2015, cuando la situación empezó a empeorar claramente, agravada en 2020 por la pandemia de covid-19. Cuando los recursos del auge de las materias primas comenzaron a escasear, quedaron deudas redistributivas, Estados con dificultad para proveer bienes de calidad y sospechas generalizadas de corrupción. Estas «deudas» alimentaron las frustraciones entre los ciudadanos. Las fuerzas de izquierda que habían traído vientos de cambio a principios del siglo xxi se volvieron el establishment a desafiar. El surgimiento de protestas y movilizaciones de derecha hizo presagiar un giro político similar a la «marea rosa». Pero ese giro no tuvo lugar. En cambio, la región ingresó en un ciclo caracterizado por la inestabilidad política (ciclos electorales cortos, caída de la confianza en los gobiernos y en la democracia) y el descontento social (protestas, movilizaciones). También por el surgimiento de propuestas de derecha radical.
Los conflictos sociales principales varían de un país a otro. En algunos casos, se trata de masivas protestas callejeras contra políticas públicas o medidas gubernamentales (aumento de impuestos, reducción de subsidios y políticas sociales por parte del Estado), como las que tuvieron lugar en Chile, Colombia y Ecuador entre 2019 y 2022; en otros, manifestaciones a favor o en contra de presidentes, cámaras legislativas o tribunales de justicia se llevan buena parte de las energías del descontento, como en Brasil y Perú; también hay masivas manifestaciones en apoyo u oposición a cambios legislativos, como en el caso del aborto en Argentina o la reforma electoral en México. ¿Cómo puede entenderse esta variedad de escenarios de conflicto? En este texto, sostenemos que la conflictividad social en América Latina tras el fin del auge de las materias primas puede aprehenderse en tres tipos de escenarios: polarización ideológica con componentes afectivos, descontento generalizado y polarización en torno de un líder emergente. Estos tres escenarios son dinámicos y no siguen una secuencia preestablecida. Al contrario, puede pasarse de una situación a otra con cierta fluidez. Por lo demás, hay situaciones híbridas, como por ejemplo Perú o Chile, que Juan Pablo Luna califica como un estado de «limbo» por cuanto el descontento no está claramente organizado en una forma u otra.
Para comprender mejor las variaciones entre escenarios y sus implicaciones en la estructuración del conflicto en el plano social, apelamos a la teoría de los encuadres sociales (frames). Según Robert M. Entman, los encuadres son selecciones de algunos aspectos de la realidad percibida que se asocian a una determinada definición del problema, su interpretación causal y un conjunto de posibles soluciones. Consideremos, por ejemplo, la cuestión de la seguridad, que, como dijimos, ocupa recurrentemente el centro de las preocupaciones sociales. El problema puede entenderse como resultado de castigos débiles y de restricciones impuestas al accionar de las fuerzas de seguridad, o como consecuencia de problemas socioeducativos más amplios. Según a quién se identifique como responsable del problema y de darle solución, las críticas pueden dirigirse al Estado, a los políticos, a los jueces (por su «garantismo») o al sistema social injusto imperante. Dependiendo del diagnóstico que realicemos, las soluciones pueden estar asociadas a la aplicación de políticas de «mano dura» o de programas de inclusión social, por ejemplo. De este modo, las diferentes formas de definir el problema, los responsables y las posibles soluciones van configurando distintas formas de estructurar el conflicto y organizar el descontento de las sociedades. Las sociedades latinoamericanas crujen, pero no de cualquier manera.
Escenarios y encuadres
¿Cómo describir cada escenario de conflicto? En lo que sigue, describimos tres casos ejemplares, uno por cada escenario, para entender cómo procesan el conflicto las sociedades latinoamericanas en la actualidad. Para ello, nos enfocamos en los encuadres que, en cada caso, expresan las posiciones sociales en relación con los principales temas de agenda: la cuestión económica y distributiva, la cuestión cultural y la seguridad. Nos basamos en una investigación realizada entre 2021 y 2023, que incluyó datos de encuestas regionales y grupos focales realizados en Brasil, Colombia y México. Los estudios cualitativos y los grupos focales captan matices y diferencias en las posiciones sobre temas de debate público, en especial sobre temas controvertidos. Para captar estos posicionamientos, pedimos a los participantes que ofrecieran sus opiniones respecto a las tres agendas.
Polarización ideológica con componentes afectivos
En el primer escenario, el de polarización ideológica con componentes afectivos, las preferencias y puntos de vista de la sociedad se organizan mediante una polarización que identifica como responsable de los problemas al adversario, que por lo tanto es visto como incapaz de resolverlo. En cambio, se identifica al propio grupo como aquel que podría traer soluciones. En estos contextos, los partidos suelen actuar como agentes de representación y forman coaliciones sociopolíticas que les permiten movilizar a un segmento de la sociedad. Como resultado de esta movilización, los votantes progresistas de la coalición tienden a compartir encuadres progresistas sobre las distintas agendas; lo mismo ocurre con los votantes conservadores. Esta alineación suele ir acompañada de sentimientos de antipatía mutua. Casos de este tipo de escenario son Brasil, Uruguay y Argentina.
Tomemos el caso de Brasil. Como es sabido, la construcción del Partido de los Trabajadores (pt) como principal partido político modificó la composición de la oferta política en ese país. La llegada de Luis Inácio Lula da Silva al poder inauguró un «giro a la izquierda» construido en torno de una sólida coalición sociopolítica formada por una alianza entre el pt, los sindicatos y los movimientos sociales. Los gobiernos del pt articularon políticas redistributivas con políticas progresistas en las agendas cultural, de género y de derechos humanos. Cuando Jair Bolsonaro emergió en la escena electoral, logró representar a un electorado disperso y heterogéneo que se aglutinó tanto por su rechazo al PT como por su desacuerdo con una derecha mainstream que no representaba del todo el malestar cultural y económico contra Lula da Silva y su partido.
Al indagar sus posiciones en los temas claves del debate público en los grupos focales, los votantes de las dos principales coaliciones electorales en Brasil (pt y bolsonarismo) están claramente divididos. Aunque hay matices, los votantes del pt mantienen mayoritariamente posiciones asociadas a encuadres progresistas. Por el contrario, los votantes de Bolsonaro utilizan mayoritariamente encuadres conservadores. En la agenda distributiva, existe una pronunciada división en las evaluaciones sobre la ayuda social durante la pandemia y sobre la propuesta de implementar un impuesto extraordinario a las grandes empresas para afrontar los costos de las políticas sanitarias durante ese mismo periodo.
Ciertamente, observamos un amplio apoyo a la ayuda social durante la pandemia, lo cual no es extraño, ya que Bolsonaro desplegó un importante programa de auxilio emergencial que alcanzó a más de 40 millones de personas. Sin embargo, los votantes del pt creían que esa ayuda debería mantenerse a largo plazo y profundizar programas de transferencias como el Bolsa Família creado por Lula en 2003. Por el contrario, los votantes de Bolsonaro solo la consideraban justificable en situaciones de crisis (excepcionales), ya que ven la ayuda permanente como un incentivo a la «vagancia». En efecto, creen que quienes reciben ayuda permanente se vuelven «vagos» (acomodados, en portugués) viviendo a expensas del Estado. Las posiciones sobre los impuestos siguen el mismo patrón. La presión fiscal en Brasil ronda el 33% del pib; junto con la de Argentina, está entre las más altas de la región. Aunque los votantes del pt no tienen una posición homogénea a favor de mayores impuestos para los ricos (durante la pandemia se implementaron en Argentina, España, Francia e Italia y se debatió en Brasil, pero sin ningún apoyo del gobierno ni de las elites), coinciden en que «quienes más tienen, tienen que pagar más». Por su lado, casi todos los votantes de Bolsonaro están en contra del impuesto a las grandes fortunas porque, en su visión, el dinero está asociado al mérito, y por tanto quienes más tienen no deben ser «castigados» con más impuestos. La mayor parte de estos votantes cree que es necesario cobrar impuestos, pero de forma «igualitaria» para todos, independientemente de la renta y la riqueza. Ahora bien, las ideas sobre impuestos y ayudas están a menudo conectadas: para una buena parte de los votantes de Bolsonaro, un aumento de impuestos es visto como consecuencia del gasto en programas sociales. Rodrigo, un diseñador industrial de Santos, votante de Bolsonaro, ubicado en el rango de 35 a 55 años, argumenta en esa línea: «Creo que las ayudas, Bolsa Família, Bolsa esto, Bolsa lo otro, realmente no deberían existir. El gobierno debería ayudar con la reducción de impuestos, para que generen más empleos».
En cuanto a la agenda cultural, también se observa un alineamiento entre encuadres: quienes están a favor del aborto tienden a tener posiciones a favor del feminismo, la diversidad sexual y la promoción de la igualdad entre hombres y mujeres. En Brasil, el matrimonio entre personas del mismo sexo es legal desde 2013. Encontramos más heterogeneidad entre los votantes de Bolsonaro que entre los del pt, que sostienen casi sin excepción posiciones progresistas. En efecto, entre los votantes de Bolsonaro se encuentran aquellos con puntos de vista culturalmente conservadores más tradicionales y aquellos con puntos de vista moderados que aceptan algunos puntos del consenso progresista actual, en particular el matrimonio de parejas del mismo sexo y su derecho a la adopción. No obstante, existe una diferencia central. Los votantes del pt sostienen que es necesario seguir avanzando en la agenda cultural, en relación con género y políticas de acción afirmativa, como las cuotas raciales universitarias implementadas en 2012. Al contrario, el consenso entre los votantes de Bolsonaro es que esta agenda debe ser controlada, moderada e incluso detenida. Asimismo, los votantes de Bolsonaro critican a los movimientos sociales asociados a la agenda cultural, vistos como una fuente de división social y formados por personas interesadas en el poder o en el dinero y conectadas a la izquierda y al pt.
En temas de seguridad, por último, los votantes de Bolsonaro son más punitivistas que los del pt. Sin embargo, incluso entre los votantes del pt hay apoyo a ciertas medidas punitivas, en particular la reducción de la edad de responsabilidad penal (infractores entre 12 y 18 años tienen un régimen de responsabilidad penal particular). El principal punto de confluencia entre los votantes de Bolsonaro es el acuerdo sobre la necesidad de establecer penas más duras, lo cual ha sucedido durante su gobierno, como por ejemplo la flexibilización de criterios y la extensión de licencias de uso de armas, permiso para su transporte en una mochila o vehículo, entre otras. La principal diferencia ideológica entre los votantes de Bolsonaro y los del pt es que entre estos últimos está más extendida una narrativa que asocia la delincuencia a causas sociales, a la gran desigualdad y a la deficiencia del sistema educativo y propone soluciones desde esta perspectiva. Por el contrario, los votantes de Bolsonaro son más proclives a identificar las causas de la delincuencia en los individuos y, por tanto, a exigir «mano dura». Así, estos votantes tienden a apoyar la pena de muerte (que nunca ha existido desde que Brasil se convirtió en una república en 1889) y, en menor medida, el derecho a portar armas. Algunos trabajos sostienen que la fascinación por las armas está en el corazón de los votantes de Bolsonaro, pero en nuestros grupos, las armas se asocian con el derecho a protegerse ante la falta de protección del Estado. Al contrario, ningún votante del pt se mostró favorable a la libre portación de armas.
Descontento generalizado
En escenarios de descontento generalizado, la sociedad desarrolla un sentimiento de desafección hacia sus elites políticas, a las que considera unidas en el objetivo de favorecer sus intereses, más allá de diferencias partidistas o ideológicas. Si bien los partidos organizan el escenario electoral, son débiles agentes de representación y, por tanto, no organizan el conflicto en el plano social. Son percibidos como una elite separada y hasta contraria a la experiencia de las mayorías sociales. Así las cosas, ninguna oferta política disponible es vista como una solución eficiente a las fuentes del descontento. El descontento generalizado convive con una combinación de protestas masivas y desapego hacia la oferta política. En este contexto, con partidos con débil capacidad de agregación de intereses, los encuadres sociales sobre los distintos temas de la agenda están débilmente alineados con el voto.
Tal es el caso de Colombia. En ese país, en 2002, Álvaro Uribe surgió como una alternativa autoritaria a los candidatos de los partidos tradicionales (a pesar de ser un líder del Partido Liberal). Con el encuadre de la «seguridad democrática» construyó una exitosa marca partidaria, basada en una propuesta de «mano dura» frente al conflicto armado interno. Durante el plebiscito de 2016 sobre los Acuerdos de Paz tuvo lugar una alta polarización electoral y una articulación estratégica coyuntural entre el rechazo a los acuerdos y las posiciones conservadoras en materia cultural. Sin embargo, el carácter apartidista de la votación dificultó la consolidación de coaliciones sociopolíticas que pudieran encuadrar agendas distintas para los votantes. Con la sombra del conflicto armado, el crecimiento de opciones electorales de izquierda fue tardío, lento y gradual, y comenzó en el nivel subnacional, en Bogotá. En 2018, la nueva opción electoral de izquierda a escala nacional llegó a la segunda vuelta en las elecciones presidenciales. En 2022, poco antes del inicio de nuestro trabajo de campo, Gustavo Petro llegó al poder, probablemente empujado por este descontento generalizado antes que por un giro a la izquierda de la sociedad.
En los grupos focales se hizo evidente que el principal rasgo de descontento en Colombia es el sentimiento contra las elites y la sensación de abandono por parte del Estado, compartido por todas las clases y orientaciones políticas. Las personas consideran que las elites están representadas en diversos gobiernos que «pertenecen a las clases altas» y gobiernan en función de sus propios intereses. El hartazgo está causado por la falta de oportunidades educativas, la sensación de que es difícil vivir con dignidad, los bajos ingresos y la noción de que el Estado abandonó a su población durante la pandemia. De este modo, la falta de oportunidades y la visión negativa de las elites generan la percepción de una «cancha inclinada»: las políticas públicas y las acciones del gobierno están dispuestas por las elites para su propio beneficio. Estos sentimientos se dirigen a la «clase política tradicional» y, en mucha menor medida, a la elite económica.
Por lo pronto, en comparación con los demás países, pocas personas en los grupos focales de Colombia mostraron identificación partidista. Al contrario, manifestaron menor interés por la política y una débil pregnancia de encuadres políticos y de categorías políticas a la hora de hablar sobre la situación del país. Una de las claves de bóveda de este desinterés es, como señalamos, que «nos han gobernado los mismos de siempre» y quienes gobiernan son «todos corruptos». La corrupción en Colombia no se vincula a hechos concretos, sino a un comportamiento general de las elites en beneficio propio. Este lenguaje también sugiere la percepción de que es necesario un cambio, signifique lo que signifique ese cambio. Esta postura también explica el apoyo a Petro, como alternativa a los partidos tradicionales.
Asimismo, aunque el descontento es generalizado, existe un marcado sesgo de clase en todos los temas. De hecho, la polarización más importante entre las opiniones sobre los temas de agenda sigue coordenadas de clase más que de voto, edad u otras variables.
¿Cómo se organizan las posiciones en la agenda cultural? Esta agenda no está claramente alineada con el voto y hay contradicciones e incoherencias en varios temas: por ejemplo, se puede estar a favor de que una pareja del mismo sexo pueda adoptar «para que los niños no estén desamparados», pero en contra del matrimonio igualitario, legalizado en 2016 por la Corte Constitucional, por considerar que se trata de una institución reservada a la unión entre un hombre y una mujer, «como dicta la ley de Dios». Incluso entre los votantes de izquierda no observamos la movilización de encuadres progresistas, excepto en casos de personas abiertamente militantes o con mayor nivel de politización. Tampoco identificamos posiciones marcadas, a favor o en contra, del movimiento feminista. En definitiva, la debilidad de los encuadres políticos de las posiciones mayoritarias es notoria. Esto ayuda a comprender por qué cuando la sociedad se cansa, estalla.
Polarización en torno de un líder emergente
Por último, en los escenarios en que la polarización se centra en la figura de un líder, esta opera en el plano electoral pero no organiza las preferencias y demandas dentro de las principales agendas de la sociedad. El líder emergente suele surgir en uno de los escenarios anteriores –debilitando la polarización entre dos coaliciones o canalizando el descontento generalizado– y orienta el malestar de una parte de la sociedad a partir de un discurso que lo presenta como un outsider que viene a superar el pasado –asociado a las elites establecidas– y a proponer un futuro promisorio asociado a su figura. Este localiza la atribución causal en el pasado, asociado al establishment político, y aparece así como capaz de resolver el problema de forma eficiente, precisamente porque puede romper con ese pasado. Los afectos se organizan en torno de ese líder, pero esta afectividad no impulsa las posiciones sobre las distintas agendas sociales. Debilitados en el nuevo escenario, los grupos no alineados con el líder tienden a tener encuadres descoordinados para abordar los problemas. Como resultado, surge una dispersión de interpretaciones y atribuciones políticas. Sirvan de ejemplo la polarización alrededor de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en México. ¿Por qué no ubicar a la Argentina de Javier Milei en este contexto? Hay indicios de que, en este caso, tras una desorganización momentánea de la polarización ideológica con componentes afectivos, la figura de Milei representa más una continuidad que una ruptura con ese escenario, aunque la radicalidad de su discurso le añade características particulares, y se podrían trazar algunas comparaciones con Nayib Bukele en El Salvador. En todo caso, el proceso tiene un devenir aún incierto.
Veamos el caso de México. Tras más de 70 años de predominio del Partido Revolucionario Institucional (PRI), ese país entró en el siglo xxi en un proceso de apertura democrática. Surgió un sistema competitivo con tres fuerzas electorales principales: el PRI, que mantuvo su poderío como partido atrapatodo con componentes ideológicos difusos, el conservador Partido Acción Nacional (pan), y el Partido de la Revolución Democrática (PRD), con orientación de centroizquierda. En medio de las presidenciales de 2006, luego de una elección disputada, el PRDfue casi absorbido por un nuevo movimiento, esta vez con un fuerte tono refundacional: el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), que atrajo a buena parte de los dirigentes y bases del PRD. Luego de años de construcción política, el líder del nuevo partido, AMLO, llegó a la Presidencia en 2018 con un discurso contra el establishment político y sus «privilegios». Dio fuerza a ese discurso el hecho de que su principal oponente fuera una alianza sui generis entre los tres principales partidos del país.
Desde que AMLO ganó las elecciones presidenciales de México en 2018, la polarización se convirtió en una palabra de moda. La idea de un país cada vez más dividido socialmente a través de agudas desigualdades económicas, políticamente en términos de preferencias de voto e ideológicamente ha dominado los debates de académicos, políticos y comentaristas políticos en la esfera pública y en espacios digitales y medios sociales. Nuestro trabajo de campo en México tuvo lugar en 2021, tres años después de la elección de AMLO.
Encontramos en los grupos focales una recurrente referencia a la figura del presidente como organizador de afinidades políticas. Su figura parece proporcionar condiciones para fomentar la polarización entre quienes están a favor y en contra de sus iniciativas. Es decir, tanto los votantes oficialistas como los opositores reconocen que el presidente está produciendo (o para algunos de sus seguidores, simplemente haciendo visible) un proceso de polarización alrededor de la figura presidencial. AMLO pone en escena esta división en su relación con los medios de comunicación, en particular en su enfrentamiento con Televisa y con algunos periodistas y en su crítica a los partidos políticos de oposición. Las «Mañaneras», conferencias televisadas donde el presidente expone sus puntos de vista durante un largo tiempo, funcionan como puesta en escena de la centralidad del líder. Sin embargo, en los posicionamientos en las agendas sociales indagadas, no se advierte polarización en México. Dicho de otro modo, no encontramos grandes diferencias, en comparación con otros países, entre los votantes de AMLO y los de otros partidos en las agendas distributiva, cultural y de seguridad.
En materia social, el presidente traza una línea de división y conflicto entre ricos (los fifís) y pobres (el pueblo), los privilegiados y los marginados, pero esto no se traduce en la movilización de encuadres prodistributivos entre sus seguidores. Otra línea divisoria fundamental está asociada a la corrupción. El discurso de amlo se enfocó fuertemente en la corrupción como un problema de los partidos políticos tradicionales, particularmente el PRI y el PAN, y como una «enfermedad moral» que comenzaba con el mal ejemplo dado por los líderes políticos. Para enfrentar el problema, propuso un enfoque asociado no a la construcción de instituciones de transparencia y rendición de cuentas, sino a la ejemplaridad moral del líder. Los participantes de los grupos focales insistieron en que la corrupción estaba presente en toda la sociedad, hasta volverse parte de los comportamientos cotidianos, que era un «mal» transmitido de generación en generación y de particular intensidad en la clase política. Así, no sorprende la importancia que los votantes de AMLO otorgan a lo que perciben como una «gesta» contra la corrupción y los privilegios de los políticos.
La cuestión de la corrupción tiñe los posicionamientos en materia distributiva. Frente a un Estado que se considera corrupto, el centro de la discusión es la transparencia en el manejo de los recursos y no tanto su distribución, asociada a la estructura fiscal. Así, las posiciones sobre los impuestos y las ayudas sociales no siguen encuadres ideológicos definidos y están débilmente alineadas con el voto. En cuanto a los programas sociales, las posiciones son mayoritariamente favorables. Hay menos críticas a los perceptores de ayudas por considerarlos «vagos» que en otros países; solo algunos votantes del pri argumentan que estos pueden ser «inconformistas que siempre quieren más» o «personas que no hacen nada por superarse». Es probable que el hecho de que todos los gobiernos de todos los colores políticos hayan implementado programas de transferencia masivos desde 1997 haya generado una aceptación social del tema.
El consenso en favor de la política social convive en muchos casos con posiciones contrarias a los impuestos progresivos. Es en parte sorprendente, porque México tiene una presión fiscal baja en comparación con, por ejemplo, Brasil, Argentina, Chile o Uruguay. Pero la debilidad de encuadres progresistas en esta materia es menos sorprendente si tenemos en cuenta que AMLO apenas ha tomado el tema en sus políticas. Como en otros países, para votantes de clase media, más allá de sus preferencias electorales, los impuestos aparecen como un castigo a las personas que buscan progresar o generan producción («siempre hacen ver a los ricos como si fueran un villano, el malo de la historia; pues no, son personas y muchas de ellas han trabajado muy duro y lo que tienen es gracias a su esfuerzo, también son generadores de empleo»). Asimismo, las posturas en favor de mayor progresividad fiscal no siguen un alineamiento claro con el voto.
En cuanto a la agenda cultural, no existe una relación clara entre las posturas progresistas o conservadoras y el voto. Algunos votantes de Morena tuvieron una posición bastante conservadora y, en contraste, votantes del PRI o el PAN mostraron visiones más progresistas en estos temas. Algunas personas vinculan estrechamente el derecho al aborto (solo totalmente despenalizado en Ciudad de México) y los derechos de la población LGTBI+ con el movimiento feminista. El gobierno de AMLO ha tenido una relación tensa con este último, al que en algunas ocasiones acusó de ser un «movimiento opositor». Tampoco mantuvo posicionamientos progresistas claros con los derechos de las mujeres y la población LGTBI+.
En los temas de seguridad, los posicionamientos están fuertemente asociados a un tópico central en México: la violencia. La sensación de inseguridad es percibida por todos los participantes de los grupos «como miedo a salir a la calle». Consideran que las fuerzas de seguridad son corruptas e ineficaces. Un tema que surgió en algunos de los grupos focales como una gran preocupación fue la violencia contra las mujeres. Y, de hecho, los primeros movimientos y conceptualizaciones sobre los feminicidios en América Latina han surgido en México de parte de activistas como Marcela Lagarde, entre otras. En todos los grupos se mencionaron los feminicidios y se vincularon a la cuestión de la inseguridad y, en algunos casos, a la corrupción y colisión con el poder estatal. Esta preocupación está presente en todos los segmentos de edad, afinidades políticas y lugares de residencia.Respecto de las causas de la inseguridad, no se observan grandes diferencias entre votantes de AMLO y de la oposición. No hay, como en Brasil, una narrativa progresista y otra autoritaria claramente diferenciadas.
Observaciones finales
Los tres escenarios definidos tienen implicaciones en diferentes dimensiones de la estructuración del conflicto social. En primer lugar, sobre la politización de las agendas en el nivel social. Con altos niveles de politización, la gente expresa ideas bastante elaboradas sobre los principales temas de la agenda. Estas ideas están relacionadas con los encuadres ofrecidos por las coaliciones sociopolíticas. En Brasil hay más argumentos y lenguaje relacionados con los derechos, en especial entre los votantes del pt. Esto permite contrarrestar algunos principios religiosos, tanto la llamada «teología de la prosperidad», que reivindica el éxito económico individual, como el conservadurismo moral. A la inversa, Colombia es el caso menos politizado, con un mayor peso de los encuadres religiosos y un menor interés en los grupos por la discusión política. El ciclo del «giro a la izquierda» dejó múltiples deudas y conflictos no resueltos, pero las coaliciones sociopolíticas que legó se muestran aún hoy, en algunos casos, capaces de organizar parte del descontento social.
En segundo lugar, los escenarios afectan la expresión ideológica del descontento. Altos niveles de alineamiento entre encuadres e ideología implican que los marcos que organizan las posiciones en las agendas siguen el clivaje izquierda-derecha (con sus particularidades nacionales), generalmente asociado a las principales coaliciones sociopolíticas en competencia. En Brasil, donde hay polarización ideológica, existe una frontera ideológica entre los votantes de las dos opciones en competencia. La ideología funciona allí más claramente que en los demás países como una división ordenadora. Como consecuencia de lo anterior, los encuadres progresistas y los encuadres conservadores sobre cuestiones económico-distributivas, culturales y de seguridad están más alineados con el voto a opciones progresistas, mientras que en los otros dos escenarios suele haber posiciones progresistas en términos distributivos combinadas con posiciones conservadoras culturales, y viceversa. En Colombia, donde predomina el descontento generalizado, la percepción de «cancha inclinada» genera desafección y bronca. La política puede ser vista como un medio para nivelar el campo de juego, en relación con buscar personas no contaminadas con «los mismos de siempre». En esta línea puede pensarse el amplio apoyo electoral que obtuvo Petro. En México, como caso de polarización en torno de un líder, el factor clave es moral. El discurso de AMLO cuestiona a los protagonistas de la historia reciente de México, acusados de corrupción y privilegios. Sin embargo, el conflicto distributivo ocupa hasta el momento un lugar secundario.
Las opiniones sobre las elites políticas también varían en cada escenario. Las elites políticas pueden verse como una sola «clase» o como grupos divididos, en cuyo caso las críticas pueden dirigirse a las elites del pasado –opuestas al líder emergente– o a las elites de la coalición sociopolítica contraria. La percepción de las elites políticas como una entidad única favorece la desafección política y deja el campo abierto a la aparición de outsiders. Si los outsiders tienen éxito, el escenario puede avanzar hacia una polarización en torno de un líder que pretende «jubilar» a las elites establecidas como parte de un pasado al que no quieren volver. Por el contrario, en los casos de polarización ideológica con componentes afectivos, el problema más acuciante es la relación entre los gobernantes y las demandas identificadas con el grupo exterior. Estas demandas pueden ser vistas como amenazas; la tendencia a descalificarlas e ignorarlas suele ser muy alta. El descontento sigue un patrón dividido que permite esperar el turno del gobierno afín para satisfacer las demandas, pero también puede erosionar el apoyo a la democracia: hay indicios de que, para algunos votantes en contextos polarizados, un gobierno autoritario puede ser preferible a un gobierno identificado con el grupo externo. Estas implicaciones muestran el carácter dinámico de los escenarios identificados en nuestro argumento, así como el hecho de que no existe una secuencia preestablecida para pasar de uno a otro.
Por último, el carácter dinámico de nuestra conceptualización de los escenarios tiene implicaciones para los escenarios polarizados. Nos permite identificar el carácter procesual de la polarización, basado tanto en las estrategias de los agentes de representación como en la capacidad de esos agentes para arraigarse en la sociedad. Se sabe que la polarización tiene efectos desiguales sobre la vitalidad democrática. Organiza el descontento y crea altos niveles de politización, pero también genera una gran animadversión en el plano social. En escenarios de polarización en torno de una figura emergente, además, los menores niveles de politización en la sociedad dan espacio al crecimiento de orientaciones autoritarias. Cabe decir que los escenarios de polarización se basan en la capacidad de las coaliciones sociopolíticas –o del líder polarizador– para ofrecer bienes a sus bases, especialmente en la dimensión distributiva. Cuando fracasan en esta tarea, pueden dar lugar a la desestructuración de la polarización y al crecimiento del descontento y a una erosión de la confianza en la democracia para resolver los problemas persistentes, lo que constituye uno de los desafíos centrales de estos tiempos.
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