Las redes sociales nos están encerrando en una peligrosa burbuja individualista que arremetería contra muchos de los valores que nos han forjado como personas y como sociedad a partir de sistemas que generan fuerte adicción a estas empresas, basados en una endogamia complaciente donde solo cabe aquello que nos genera placer.
Es evidente que desde la generación de algoritmos y herramientas cada vez más potente, nuestros dispositivos móviles y el internet de las cosas vienen captando con más fidelidad quiénes somos, qué nos gusta o nos disgusta, nuestra ubicación, tiempos y otra data.
Decía Humberto Eco que aquel que no lee llegará a los 70 años viviendo una sola vida y habiéndose perdido de muchas otras; esto ocurre no solo con los libros, sino cuando lo digital y en especial las redes sociales nos privan de ver, conocer e incluso confrontarnos.
Hace algunas semanas conversaba con mi esposa sobre unos zapatos que me resultan muy cómodos para trabajar. Jamás los había buscado en redes, escrito en mensajes, ni siquiera había capturado o consumido fotografías y a los pocos minutos ya tenía una publicidad con ese calzado descrito en mi perfil de Facebook. ¿Sorprendente? No, hace parte de una captación que se hace debido a mecanismos de audio y video de algunos teléfonos inteligentes que nosotros mismos permitimos al omitir la revisión de configuración o debido a la complejidad que reviste alterar esos permisos.
Sumado a este factor sabemos que nuestras búsquedas, contenidos, acciones y decisiones desde que ingresamos por primera vez a la Internet están indexados e identificados por la Deep web con un historial que define mucho de nuestros hábitos en información que el propietario de esa red social puede utilizar, pues a la hora de suscribir el contrato, fue tanta la emoción de tenerla rápidamente e interactuar, que muchos no leímos la letra menuda del contrato con todas sus consecuencias.
Hoy muchas redes sociales se han convertido en burbujas donde el usuario es complacido por contenidos hechos a su medida, donde el desacuerdo o la opinión contraria no tiene mucha cabida, salvo que hagamos una búsqueda en links, perfiles o fanpages donde puede haber algo que se oponga a lo que sentimos o pensamos.
La endogamia en la que los sistemas de inteligencia artificial nos estarían encerrando en las redes sociales, nos han llevado a imponer más nuestras “razones” por encima del otro, a odiar más la opinión que no se parece a la mía; nos han encerrado en un micro mundo de hedonismo, protección a lo diverso, resistencia cero al cambio y desconocimiento de las miradas multidisciplinarias para resolver un problema.
Un estudio de Nature en 2015, realizado por Eytan Bakshy, Solomon Messing y Lada Adamic, científicos sociales de Facebook, ya señalaba que sólo uno de cada cinco usuarios que se identificaban como progresistas consultaban enlaces que desafiaban su forma de pensar. Del lado conservador, lo mismo. ¿Qué pasa hoy cuando los algoritmos y todos los sistemas que nos han convertido en el producto a nosotros como usuarios nos meten más aún en la burbuja de la autocomplacencia?
El documental El Dilema de las Redes Sociales de Netflix habla de dos variables que impulsan esta actitud endogámica: la adicción a las redes sociales, y la manipulación de nuestra conducta. La adicción nos aísla de lo colectivo presencial, nos lleva a esa burbuja de complacencia con aquello que me gusta, que afirma mis posturas.
No se trata de una satanización de las redes sociales, sigo pensando que se trata de armas de doble filo que han traído enormes beneficios cuando se consumen de manera responsable y se les pone límites.
Si nos fuéramos 100 años adelante quizá fenómenos como estos nos estén acercando a lo que el científico Stephen Hawking vaticinó en 2014: Los esfuerzos de los humanos han tenido un desenlace inesperado y una revolución de robots los ha borrado de la faz de la Tierra.
Miguel Jaramillo Luján - @jaramillolujanm
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