Desde aquella contribución de V. O. Key en 1955, el análisis electoral se benefició por el concepto de “elección crítica”. El mismo captura un escenario en el que se produce un masivo realineamiento de las preferencias electorales de la sociedad, una transferencia de votos de un partido a otro que desafía la tendencia histórica. Cristaliza en dichas elecciones una nueva coalición, ya sea por cambios en las agendas, en la demografía, en las reglas de juego o en la conformación del sistema de partidos, entre otros.
O por todos esos factores al mismo tiempo. Una elección es verdaderamente crítica cuando produce cambios hacia el futuro, transformaciones que estructuran un nuevo sistema político. Key, que estudiaba el sur estadounidense de mediados del siglo XX, no sabía que estaba escribiendo sobre la Argentina de 2015. Ocurre que es la primera vez en 85 años que un presidente democrático no tiene origen Radical ni peronista. Mauricio Macri acaba de hacer historia en muchos sentidos. Un partido de poco más de una década de existencia llega al poder, el PRO.
partido, se constituye en el centro de gravedad del sistema mismo, el gran equilibrador. Dependerá del PRO si su socio de la coalición, la histórica Unión Cívica Radical, seguirá existiendo como tal o será licuada, dada su condición de socio menor. También si esa gran tienda heterogénea y desorganizada —esa identidad fluida que llamamos peronismo— retornará a los principios democráticos con convicción o se quedará en su actual limbo kirchnerista.
El PRO se consolida como el partido urbano por excelencia. Esencial base social democrática, ese voto de clase media, con educación superior al promedio, liberal, con aspiraciones de movilidad y progresista, le pertenece. No hay más que mirar, elección tras elección, su sostenido crecimiento en las diez ciudades mas importantes del país para concluir que allí está su plataforma natural de sustentación.
Esta elección también viene a resolver un cierto Talón de Aquiles de la democracia argentina. Para muchos, el origen de los recurrentes golpes militares obedecía a que, a partir de la crisis de los treinta, la burguesía no tuvo un partido con chances concretas de ganar. Así, transformó a la institución militar en su partido político. Y como diría Barrington Moore, sin burguesía—y yo agrego ahora, “interesada en la democracia”—no hay democracia.
Si el PRO es el partido de los creídos de Barrio Parque, como diría Scioli, y de la derecha, parafraseando a Cristina Kirchner, entonces debe decirse que en un país con una derecha históricamente autoritaria, filo fascista y anti-semita hasta los huesos, ello es un lujo y un milagro de la historia al mismo tiempo. Porque si el PRO es la derecha, con lo cual disiento pero solo para seguir el argumento, es una derecha moderna, liberal y democrática. En todo caso, seria una derecha progresista.
Pero la geometría política no es una buena categoría de análisis. Mucho menos para el PRO, que recrea hoy los temas del 83 de Alfonsín—la democracia y la constitución republicana—y los combina con los temas del 58 de Frondizi—el crecimiento sustentado por la agregación de valor y el impulso modernizador como filosofía de gobierno. Por cierto que no hay nada conservador en ello.
Esta elección también resuelve, ¡finalmente!, la gran crisis de representación de 2001. Un nuevo partido surge y llega al poder. Aquella crisis dijo “que se vayan todos”, esta elección dice “que venga Mauricio Macri”. Si es el caso, el kirchnerismo ha sido una mera transición autoritaria de un régimen democrático, el del 83, a otro, el que surge hoy. En otras palabras, si Argentina fuera Brasil o Francia, esta sería una nueva república.
Dejo al lector la tarea de elegir el número para la república que ha nacido este 22 de noviembre de 2015. Según dice su himno nacional, ¡Al gran pueblo argentino, salud!
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